Transcribo (copi-pasteo, en lenguaje friki) un interesante artículo de Juan Manuel de Prada publicado recientemente en la revista XL Semanal de ABC que me parece genial de principio a fin:
Creacionismo
Que los medios de comunicación alteran la realidad, introduciendo a su conveniencia tergiversaciones más o menos gruesas que dificultan o impiden una cabal comprensión de los acontecimientos, no parece asunto que admita demasiada controversia. Más estupefaciente resulta que tales tergiversaciones gruesas puedan ejercer sobre sus destinatarios una suerte de abducción plácida, un estado de hipnosis que reformatea su capacidad de juicio y les hace tragarse sin rechistar las trolas más rocambolescas y desquiciadas. Entre las trolas establecidas por la prensa occidental y acatadas sin rechistar por el común de los mortales merece cierto análisis la ensañada y furibunda execración del ‘creacionismo’, que se suele pintar como una quimera urdida por cuatro friquis fanáticos, según la cual el origen de la vida debe ser explicado mediante una lectura literal del primer capítulo del Génesis. Esta caracterización paródica de los llamados ‘creacionistas’ resulta tan inverosímil como otra que caracterizase a los ‘evolucionistas’ como friquis que aceptan sin empacho que el hombre desciende por vía directa del mosquito del vinagre, puesto que comparte con él un altísimo porcentaje de su material genético. A cualquier persona mínimamente dotada de inteligencia le sublevaría una definición tan esquemática y torticera del evolucionismo; sin embargo, casi todo el mundo parece satisfecho –y hasta complacido– con la definición ridícula y pintoresca que se ofrece del creacionismo. Satisfacción que sólo admite una explicación patológica: nos produce tanta desazón sospechar que somos necios que sólo la certeza de que existen otros más necios que nosotros logra aliviarnos.
Seguramente existan necios que sostengan que el mundo fue creado en seis días de reloj por un taumaturgo de abracadabra, como sin duda existirán necios que cuando se tropiezan con un mosquito del vinagre se enternezcan, pensando que se hallan ante un pariente lejano. Pero la prensa que exalta las teorías darwinistas sin conocerlas, o conociéndolas tan sólo de forma brumosa, a la vez que hace escarnio de unos creacionistas bufos, esquiva el asunto primordial, precisamente para evitar que la pobre gente abducida emplee su juicio. Y el asunto primordial no es otro sino aceptar que la creación es fruto de un azar complejo o asumir que obedece a un designio divino. El propio Darwin nunca negó la intervención divina en su obra canónica, El origen de las especies; pero, misteriosamente, la prensa que lo jalea –que, por supuesto, no se ha tomado la molestia de leerlo– suele esgrimirlo como autoridad irrefutable para negar tal intervención, condenando a quienes la afirman al gueto de los indoctos y los oscurantistas. Pero lo cierto es que tal intervención, por mucho que avance la ciencia, nunca podrá ser probada ni refutada categóricamente; en cambio, el sentido común sí puede ayudarnos a comprender que ciertos misterios que rodean el origen del hombre no pueden ser explicados mediante meras teorías evolutivas.
En su deslumbrante libro El hombre eterno, Chesterton nos invita a penetrar en las cavernas que habitaron nuestros antepasados. ¿Y qué descubrimos en las paredes de dichas cavernas? Descubrimos que nuestros antepasados, que el imaginario popular ha caracterizado como rudos y primitivos, pintaban; descubrimos que poseían una sensibilidad inalcanzable para cualquier animal; descubrimos que estaban poseídos por la gracia del arte, una gracia que no bendice a ningún animal, ni siquiera en sus expresiones más balbucientes o rudimentarias. Y es que el hombre es el único ser de la creación que puede ser criatura y creador a un mismo tiempo; y este rasgo personalísimo, esta singularidad misteriosa, establece una barrera insalvable entre hombres y animales, una ruptura en el continuum de la evolución que ningún avance de la ciencia podrá explicar jamás. Las pinturas rupestres no fueron comenzadas por monos y terminadas por hombres; los monos no pintan mejor a medida que evolucionan: simplemente, no pintarán jamás. Ese rasgo exclusivo de la personalidad humana plantea un desafío a nuestra inteligencia que la prensa occidental se niega a afrontar. El creacionista no es ese friqui fanático que se aferra a la literalidad del primer capítulo del Génesis; es, pura y simplemente, la persona que se niega a comulgar con las ruedas de molino del pienso ideológico con el que nos pretenden abducir y se pregunta: «¿Qué ocurrió en las cavernas para que un ser rudo y primitivo se pusiera a pintar?».
Seguramente existan necios que sostengan que el mundo fue creado en seis días de reloj por un taumaturgo de abracadabra, como sin duda existirán necios que cuando se tropiezan con un mosquito del vinagre se enternezcan, pensando que se hallan ante un pariente lejano. Pero la prensa que exalta las teorías darwinistas sin conocerlas, o conociéndolas tan sólo de forma brumosa, a la vez que hace escarnio de unos creacionistas bufos, esquiva el asunto primordial, precisamente para evitar que la pobre gente abducida emplee su juicio. Y el asunto primordial no es otro sino aceptar que la creación es fruto de un azar complejo o asumir que obedece a un designio divino. El propio Darwin nunca negó la intervención divina en su obra canónica, El origen de las especies; pero, misteriosamente, la prensa que lo jalea –que, por supuesto, no se ha tomado la molestia de leerlo– suele esgrimirlo como autoridad irrefutable para negar tal intervención, condenando a quienes la afirman al gueto de los indoctos y los oscurantistas. Pero lo cierto es que tal intervención, por mucho que avance la ciencia, nunca podrá ser probada ni refutada categóricamente; en cambio, el sentido común sí puede ayudarnos a comprender que ciertos misterios que rodean el origen del hombre no pueden ser explicados mediante meras teorías evolutivas.
En su deslumbrante libro El hombre eterno, Chesterton nos invita a penetrar en las cavernas que habitaron nuestros antepasados. ¿Y qué descubrimos en las paredes de dichas cavernas? Descubrimos que nuestros antepasados, que el imaginario popular ha caracterizado como rudos y primitivos, pintaban; descubrimos que poseían una sensibilidad inalcanzable para cualquier animal; descubrimos que estaban poseídos por la gracia del arte, una gracia que no bendice a ningún animal, ni siquiera en sus expresiones más balbucientes o rudimentarias. Y es que el hombre es el único ser de la creación que puede ser criatura y creador a un mismo tiempo; y este rasgo personalísimo, esta singularidad misteriosa, establece una barrera insalvable entre hombres y animales, una ruptura en el continuum de la evolución que ningún avance de la ciencia podrá explicar jamás. Las pinturas rupestres no fueron comenzadas por monos y terminadas por hombres; los monos no pintan mejor a medida que evolucionan: simplemente, no pintarán jamás. Ese rasgo exclusivo de la personalidad humana plantea un desafío a nuestra inteligencia que la prensa occidental se niega a afrontar. El creacionista no es ese friqui fanático que se aferra a la literalidad del primer capítulo del Génesis; es, pura y simplemente, la persona que se niega a comulgar con las ruedas de molino del pienso ideológico con el que nos pretenden abducir y se pregunta: «¿Qué ocurrió en las cavernas para que un ser rudo y primitivo se pusiera a pintar?».
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