martes, 14 de julio de 2009

Cinco minutos de terror

Cuando por fin abrieron la puerta y pudimos ver de nuevo la luz del sol después de mucho tiempo, pensé que todo había terminado, y la esperanza de conseguir la tan ansiada libertad que nos habían arrebatado días antes brilló en mis ojos: me llené de fuerza y salí corriendo con los demás de aquella oscura cárcel. Pobres de nosotros que, ignorantes de los terroríficos minutos que nos faltarían aún por experimentar, en aquel momento en que vimos la puerta abierta pensamos que podríamos escapar sin más.

Salimos de allí veloces, todos juntos. Yo me limitaba a seguir ciegamente a los demás: el gran gentío que había y tantos colores chillones que se mezclaban entre nosotros no me permitían concentrarme, y no lograba distinguir nada de lo que veía. En esas condiciones los sentidos se agudizan y te vuelves hipersensible. Algún individuo me dio un manotazo en el trasero y me giré para poder defenderme. Todo el mundo sabe que no se debe dar la espalda al enemigo. Nosotros sólo queríamos escapar de allí, para recuperar la paz y libertad de las que antes disfrutábamos; pero no parecía que ellos fueran a ponérnoslo muy sencillo. Miré alrededor: había muchos más individuos de los que me imaginaba. Volví la vista atrás y pude ver cómo el resto del grupo se alejaba, dejándome completamente solo en medio de aquellas bestias salvajes. El miedo se apoderó de mí. Algunos de aquellos individuos blandían largos palos con los que comenzaron a azotarme y pincharme. Noté cómo la adrenalina se apoderaba de mí, y la sangre comenzaba a hervirme: estaba preparado para la lucha, quería sobrevivir. Fui a por ellos atacándoles como mejor supe y dejé a tres o cuatro tendidos en el suelo, gritando y retorciéndose de dolor. Entonces, eché a correr para intentar reunirme con el resto del grupo, pero ya no podía ver a los demás: corría desorientado y completamente atemorizado sin saber hacia dónde.

En una esquina resbalé y caí sobre uno de aquellos individuos, pero el miedo me dio la fuerza para poder levantarme y seguir huyendo a pesar del dolor. Oí que uno de aquellos individuos que me perseguían decía que colgaría mi cabeza en su bar, y apreté el paso todo lo que pude para que no me cogiera.
Unos segundos después llegué a un espacio abierto con suelo de arena donde podía moverme con mayor comodidad. No sabía que allí aquellas bestias vestidas de colores me torturarían lentamente hasta morir. Disfrutarían viendo cómo me desangraba, me cortarían las orejas como trofeo y sí, aquél salvaje colgaría mi busto en la pared de su bar. El calvario no había terminado: acababa de comenzar.


(Un encierro de la "fiesta" de San Fermín visto a través de los ojos de un toro)


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