
Aunque pueda parecer lo contrario, no es la limitación de la velocidad lo que más me molesta, sino lo que hay detrás: como razón del cambio de norma el estado español alega un ahorro a través de la reducción del consumo de los combustibles derivados del petróleo. ¿Pero por qué me tienen que decir a mí lo que me tengo que gastar en gasolina? ¿Por qué no tengo libertad para gastar lo que me dé la gana o me permita mi bolsillo? ¿Por qué tiene que venir una institución desde fuera a controlarme, es que los ciudadanos somos incapaces?
¿Me sancionarán dentro de poco por utilizar demasiado papel higiénico? ¿Me obligarán dentro de poco a utilizar compresas sin alas porque utilizan menos plástico en su elaboración? ¿Tendré que acabar usando trapos como mis abuelas?
Y además de coartar libertades, sospecho que nos han mentido, que la verdadera razón de esta medida es el más que probable aumento de recaudación en las maltrechas arcas públicas españolas; ya que si estamos acostumbrados a viajar a 120 Km/h., será francamente fácil no percatarse de conducir a una velocidad superior a la permitida cuando alcancemos el viejo límite y los ingresos de multas por exceso de velocidad se multiplicarán como las cucarachas.
Además, una gran duda me asalta: ¿cuánto dinero cuesta cambiar las señales? Aunque quizás las multas de tráfico paliarán este gasto.
Encima se rumorea acerca de la reducción de este límite también en ciudad, que pasaría a ser de 30Km/h. (actualmente es de 50Km/h.). Cuando eso pase, yo querré morirme de asco.
Yo nací en democracia, pero cada vez veo más cerca la vuelta de las cartillas de racionamiento y el estraperlo que hasta ahora he tenido la dicha de no conocer. ¿Hasta dónde vamos a llegar? Tengo miedo: yo no soy de las personas que se aguantan con cualquier cosa mientras tengan su cervecita de los viernes al mediodía. Estamos vendidos. Amigos, me hierve la sangre.
